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Milagro de Nuestra Madre Santísima, según una narración del Provincial Manuel de la Anunciación, 1799

Archivo Histórico de la Provincia de los Carmelitas Descalzos de México

Los provinciales de los Carmelitas durante su periodo de Gobierno de tres años, hacían al menos una visita oficial a cada uno de los conventos. El P. Manuel de la Anunciación (Manuel Navarro, 1743-1814) se encaminaba a hacer la visita al convento de Oaxaca en 1799, en el segundo período que gobernaba la Provincia (1799-1801). Al ir de viaje montado en una mula sufrió un accidente en un río en las inmediaciones de Jiutepec (actual Estado de Morelos), o Quiotepec (lugar cuyo nombre actual no ha sido identificado). Una vez que regresó a México sano y salvo, narró el suceso al llegar al convento de San Joaquín (Tacuba). El escrito consta de dos fojas tamaño grande, la primera de la cuales está escrita por ambos lados, mientras que la segunda solo el frente[1]. Existe una copia de tal narración en el archivo de las Carmelitas descalzas de Santa Teresa la Antigua, de México.

Jesús, María y José.

Bendicam Dominum in omni tempore. Semper laus eius in ore meo.

Si siempre y en todo tiempo debemos bendecir y alabar a Dios, por los imponderables beneficios que a todos nos ha hecho y continuamente nos hace: también debemos alabarlo, y bendecidlo por los beneficios particulares, que a veces se sirve conferir aun a los mayores pecadores.

Uno de ellos, o el mayor de todos soy yo: más con todo, mis muchas y abominables culpas no fueron bastantes, para impedir que su Divina Majestad, por intersección de Nuestra Madre Santísima del Carmen, hiciera en mí una demostración de su poder infinito y de su gran misericordia para conmigo.

Referiré el caso con la mayor sinceridad y verdad: pues así referido, y sin ponderación, ni exageración, será suficiente para que todos se muevan a bendecir y alabar a Dios: y también a fervorizarse en la tierna devoción a Nuestra Madre Santísima y Señora del Carmen, por cuya poderosa intersección, creo haberse obrado el prodigio siguiente:

Caminando yo, y con el fin de visitar todos los conventos de esta Santa Provincia de nuestro Padre San Alberto en Nueva España, y dirigiéndome para la de Antequera, en el Valle de Oaxaca. Llegue el día primero de febrero de este presente año de mil setecientos noventa y nueve, a la orilla del Río llamado de Juiotepec[2] (Quiotepec), por la inmediación al pueblo de este nombre: Río Grande, que he cruzado diez ocasiones, antes de ahora, siempre a caballo y siempre sin amago de peligro: allí le dije al Reverendo Padre Definido Fray Francisco de San José que me acompañaba: “Vaya vuestra Reverencia pasando que allá voy yo, y me desmonte de la mula en que iba, para que me ensillaran un caballo, que por lo alto, y mano llevaba de propósito, para cruzar los muchos ríos que hay en este camino ensillado en caballo, monte en él y entre en dicho río; empecé a cruzarlo, errando el vado, y a poco tiempo note, que el caballo ni andaba, ni nadaba, sino que se lo iba llevado la corriente. Entonces me dijo uno de los dos mozos que me acompañaban: arriende Vuestra Reverencia el caballo tantito para allá: esto es, hacia donde venía el agua y, queriendo arrendarlo a la más leve insinuación que le hice con la rienda perdió el caballo el equilibrio y se vino encima de mí, tan perpendicularmente que luego sacó los cuatro pies fuera del agua. Yo que me vi en ella, inmediatamente cerré los ojos, la boca, y me tapé las narices con los dedos pulgar e índice de la mano izquierda; y con la derecha empecé a manotear o hacer que nadaba: pero esto acostado en el fondo del río que iba tan caudaloso que aunque yo alzaba la mano, no salía fuera del agua.

Yo no sé nadar, ni jamás he nadado. Los mozos que me acompañaban, que tampoco sabían nadar, se apearon inmediatamente en el mismo río para favorecerme, pero no lo pudieron verificar así por la rapidez con que me arrebató la corriente como por la fuerza, con que se los empezó a llevar. Aquí fue donde el Padre Definidor, que ya se hallaba solo y apeado del otro lado del río exclamó y dijo: Madre Santísima del Carmen ¿qué hago yo aquí ahora? Igual, o semejante exclamación hizo el mozo principal, que nos acompañaba.

Los dos que se apearon en el río, salieron de él; el uno a la orilla, después de haber tragado alguna agua, y como se suele decir, contra todo viento y marea se halló en tierra. Cuando parecía debería seguir la fuerza de la corriente, que lo arrebató, el otro, al apearse tuvo la advertencia de coger el cabestro de la mula. El que iba alargando, conforme se le iba llevando el río hasta que ya viéndose con la punta de dicho cabestro en la mano, creyendo que si lo soltaba, se ahogaba sin remedio, volvió asegurado de él, y por él, a coger su mula, que estaba parada en medio del río. La voz del Padre Definidor (que no es muy abultada) la oyó en dicho Pueblo de Juiotepec (que esta como medio cuarto de legua de dicho río) un niño indito, que luego empezó a gritar llamando a su Padre diciendo: “Padre, Padre, que hay voces en el río. Salió su Padre de la casita en que estaba, gritó convocando a los naturales de dicho pueblo y echaron a correr hacia la orilla del río cuando se iban acercando a él notaron el movimiento de las aguas, que yo causaba con mi mano derecha, con la que todo el tiempo que mantuve debajo del agua (a excepción de un breve rato a lo último) estuve en ademán de quién nada.

También notaron los indios cuando cesó dicho movimiento y creyeron entonces que yo ya estaba ahogado: y aunque vieron que volví al manoteo o ademanes de nadar, juzgaron que aquellos nuevos movimientos los ocasionaban las ansias, y agonías de la muerte. En esta firme creencia, llegaron a la orilla de otro río, pídeles el Padre Definidor que entren a sacarme: responden: que ya me ahogue, y que no tengo remedio insistió otra vez el Padre Definidor para que me saquen o saquen mi cadáver: replican que se ahogan, si entran, porque es mucha el agua del río y grande y extraordinaria la rapidez con que corre.

Díseles, que entren, que no se ahogan, y diciendo, y haciendo, se fue metiendo a pie en el río, el Padre Definidor entonces los Indios lo contuvieron, y le dijeron:” No entres, Padre, que si te ahogas tú también; nosotros nos ahogaremos”, y se metieron dos de ellos, afianzándose el uno del otro, en el río para sacarme de él, casi todo lo referido hasta aquí, es por relación que me hicieron los que presenciaron el caso: pues yo, mientras estuve, y anduve debajo de las aguas y llevada de sus corrientes que a lo menos fue por espacio de cuarto y media hora nada vi, ni oí, no percibí nada de lo que pasaba, hablaban o hacían los otros que estaban en el río, o fuera de él interior. Llegaron los indios a cogerme.

Referiré lo que me pasó mientras estuve debajo de las aguas. A pocos minutos de estar en ellas, de la manara que ya dije. Esto es cerrados los ojos, y la boca, y tapadas las narices me sentí tan afligido, y acongojado y fatigado por la falta de respiración, que como precisado y forzado de la misma naturaleza agitada; iba ya a abrir la boca: pero en el momento de quererlo ejecutar, quiso Dios, que refleje -reflexione- y dije: si abro la boca soy perdido, me ahogo más breve; y con esta reflexión, me determine a no abrirla. Pero, aquí entra lo más raro del prodigio. En el mismo instante o en el siguiente de mi determinación, me halle repentinamente tan sin fatiga tan sin ansia ni congoja alguna que no hallo palabras con que explicar, ni como fue esta mudanza, ni como quede tan sereno.

Luego me ocurrió a la memoria otro Provincial de esta misma Provincia, que murió ahogado en el río de Atoyaque de Puebla (y fue Nuestro Reverendo Padre Fray Mateo de San José[3], que falleció de este modo el 29 de agosto de 1643) y muy conforme con la Divina Providencia dije en mi interior: será el segundo Provincial que muera ahogado hágase la voluntad de Dios.

Resignado en ella, me deje llevar de las aguas, sin saber que tanto tiempo estuve debajo de ellas, advirtiera aquella repentina mutación, ni hacer más diligencia, para salir del peligro, que las otras de cerrar ojos, y boca, y taparme las narices; y hacer que nadaba con la mano derecha. Al cabo de mucho rato, que me iba llevando la corriente, al fondo del río y acostado del lado izquierdo, me pareció que ya tardaban mucho en socorrerme, y que no había modo de salir de aquel peligro: entonces dije en mi interior: “Parece que no hay más remedio que morir ahogado” y hablando con Dios, añadí: “Señor hágase, tu Voluntad”. Entonces, baje la mano derecha, me di golpes de pechos, procuré arrepentirme de mis pecados, y consentí el morir.

A poco llegaron a mí los Indios, que habían entrado a sacarme cadáver: dicen que me cogieron del hábito pero yo, ni los vi, ni los sentí: luego me agarraron de la mano derecha: así que lo percibí, hice esta reflexión: comúnmente se dice, que cuando uno se está ahogando se agarraba más que sea de una barra ardiendo, y por eso muchos rehúsan entrar a favorecer a los que se ven en el peligro, en que yo me hallo: porque temen ser sumergidos de los mismos que van a favorecer, como ha sucedido algunas ocasiones con que si yo hago ahora algún movimiento, me expongo a que se ahogue el que me ha cogido.

Con esta advertencia no hice demostración alguna, ni aún siquiera menear los dedos de la mano lo que contribuya a que los dos que habían entrado a sacarme acabaran de creer que yo estaba ahogado: por lo que sin miedo ni recelo alguno, me asieron de la otra mano, (que hasta entonces la tuve tapándome las narices) y en la firme persuasión de que ya yo era cadáver, me sacaron arrastrando boca abajo y por debajo del agua, hasta la orilla del río. Allí me medio enderezaron y pusieron de rodillas, y aparecí envuelto en la capa que se me había venido sobre la cabeza: esta la tenía inclinada hacía el pecho: me destaparon o descubrieron el rostro, y apareció ensangrentado: con que creyeron los circunstantes, que estaba no solo ahogado sino estropeado del caballo, o maltratado, y herido contra las piedras del río.

Las primeras palabras que oí luego que estuve fuera del río, fueron las que apenas podía pronunciar el Padre Definidor por la gran pena que tenía de verme en aquella situación: “A ver decía, a ver ¿dónde lo colgamos para sacarle el agua?” Entonces, todavía de rodillas, levante la cabeza, abrí los ojos, y con mi voz serena, y natural, como si nada me hubiera sucedido, dije: ¿qué agua? Si yo no he tragado agua ninguna.

Quedaron atónitos y asombrados, así el Padre Definidor, como todos los circunstantes, al oír hablar al que creían difunto; y especialmente los indios, uno de ellos, entre cruzadas las manos, grandemente admirado, y como que no creía lo que acababa de oír, me preguntó: ¿ Padre, no has bebido agua? No, hijo, le respondí, no he bebido agua; y exclamo: ¡Bendito sea Dios! ¡Milagro, milagro! La sangre, que apareció en el rostro, provino de un leve rasguño que recibí en la nariz, cuando se quebró la puentecilla del aro de los anteojos, que traía puestos, y pendientes con unos cordones de las orejas: el anteojo, que venía asido a la izquierda, se quedó en el río: pero el de la derecha salió pendiente de ella.

Yo salí del río conforme caí en el: quiero decir con el hábito la capa, el sombrero, y cuanto traía en las bolsas, hasta el pañuelo que pendía de la correa, sin que se perdiera cosa alguna más que el otro anteojo.

No se  ha de omitir, el que ni aun cuando me sacaron del río, arrastrando, y por debajo del agua, teniendo ya destapadas las narices, ni aún entonces, digo me entro agua alguna por ellas. Tampoco se debe omitir que en el tiempo que estuve en el río, y fui llevado de su corriente, estando a lo natural debí haber andado mucho más trecho, el que anduve según era la fuerza de la corriente. Pero en mi dictamen. Fue nuevo prodigio: pues como a seis varas de donde me sacaron, hace el río una cavidad en grande profundidad. Podía Dios librarme de esta, como me libró del río: pero sus juicios son incomprensibles. También se debe advertir que cuando en otras ocasiones basta el solo humedecerse los pies, en este camino, para contraer unos fríos: esta es la hora hasta la cual no he tenido la más mínima novedad en mi salud, ni la han tenido los mozos que se echaron en el río a favorecerme.

Retrato de Fray Manuel de la Anunciación, Museo del Carmen, San Ángel, Mexico

Bendito sea Dios eternamente y Bendita sea su Santísima Madre, y nuestra siempre Virgen del Monte Carmelo, por cuya intercesión creo haber recibido, este beneficio que en señal de mi agradecimiento, quiero perpetuar en esta simple relación del suceso, referido con la mayor sinceridad, y verdad. Y porque conste en todo tiempo, la firme en este Colegio de Carmelitas Descalzos de San Joaquín a 20 de marzo de 1799.

Fray Manuel de la Anunciación[4].

Provincial.

Como testigo de vista lo firme Fray Francisco de San José[5].

Definidor y Pro-Secretario.


[1] Archivo histórico de los Carmelitas de México, No. 249. Relato de un favor concedido por intercesión de la Virgen del Carmen al P. Provincial de los carmelitas Fr. Manuel de la Anunciación, librado de morir ahogado en el río de Quiotepec (Jiutepec), cuando iba en visita canónica a Oaxaca. Lo narra el mismo Padre. San Joaquín 1799, dos fojas (3 páginas 32,3 x 21,1 cm.)

[2] Parece que se trata de Jiutepec, en el actual estado de Morelos.

[3] Nacido en Robledo (Avila), tomó hábito en Valladolid (España) en 1615; lo mandaron a México como prior del Desierto en 1638 y lo ayudó como superior Fr. Pedro de la Purificación, donde gobernó por 4 años. Al ser electo provincial en 1642, el Desierto se vivió sin prior, sino gobernado por vicarios. El P. Mateo murió en el rio Atoyac en 1643. Otro informe dice que su muerte fue en los baños de Atoyac.

[4] Se llamaba Manuel Navarro Abdón, nació en villa de Trasovares, Aragón; tomó habito en Puebla el 14.02.1763; dio clases de moral en Toluca y ahí mismo fue Prior en 1774; Provincial 1789-1792 y 1798-1801. Murió en el Colegio de San Ángel el 7 de octubre de 1814 a los 71 años, 6 meses y 4 días, y de habito 51 años y 8 meses.

[5] Parece que se trata de Francisco Vélez de la Torre, nacido en Comillas (España); tomó habito en 1775; prior de Toluca en 1789. No conocemos la fecha y lugar de su muerte.

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