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Los sermonarios: una preceptiva para la praxis

Los sermonarios: una preceptiva para la praxis

Verónica Zaragoza[1]

Biblioteca Eusebio F. Kino

 
El Fondo Antiguo José Gutiérrez Casillas, S.J. de la Biblioteca Eusebio F. Kino resguarda una colección de 750 volúmenes bajo el tema de “homilética”, materia que reúne aquellas obras que tratan de “la predicación, las conferencias, los sermones, y apologías que se dirigen a los fieles cristianos”.[2] En este grupo se ubican los sermonarios que, según definición de Félix Herrero Salgado, en uno o varios tomos se reúnen sermones de un solo tema —Cristo, la Virgen, los santos y de tiempo ordinario— y cuyos autores fueron predicadores que gozaban de gran renombre en su época.[3] Es así como el sermonario se contempla distinto del “sermón suelto” que era solicitado por “conventos, cofradías, hermandades, colegios, universidades, ciudades o nobles […] en días señalados a predicadores de prestigio” y posteriormente, impreso suelto con las correspondientes censuras, aprobaciones y dedicatorias.[4]
Sin embargo, la importancia de los sermonarios y el motivo por el cual fueron reeditados numerosas veces en los siglos XVII y XVIII, fue que sirvieron como medio o instrumento del cual se valían otros sacerdotes y misioneros para construir nuevos sermones. Recuérdese que las fuentes a las que el orador podía acudir para redactar un sermón eran las Sagradas Escrituras, los Santos Padres, los Doctores de la Iglesia y los autores clásicos. De este modo, “el sermón se convirtió en taracea de opiniones ajenas, pero tan consciente y trabajosamente elaborada, que llegó a constituir un entramado perfecto, equilibrio de sabiduría y elocuencia, de lección de cátedra y oración de púlpito.”[5] Pero los predicadores contaban con otros instrumentos que eran utilizados en la confección de sermones y que, en algunas ocasiones, sustituían la lectura directa de las fuentes originales. Nos referimos a los prontuarios,[6] lugares comunes[7] y sermonarios que formaban “todo un arsenal de medios para armar y vestir los sermones que laboriosamente confeccionaban predicadores ilustres […] o menos ilustres, y que desinteresadamente ponían a disposición de los predicadores. Allí recalaban todos, accidentalmente o por costumbre: predicadores hechos y noveles, estudiosos y perezosos, sabios e ignorantes.”[8]

La lectura de estas obras puede acercarnos a explicar formas de religiosidad y pensamiento de un tiempo específico. En opinión de José del Rey Fajardo, de los sermonarios hay que rescatar “los análisis que contienen no sólo de las preocupaciones religiosas, morales, intelectuales y culturales de los hombres de la época sino además se constituyen en verdaderos tratados sobre las virtudes y los vicios de la sociedad a la que retrataban”.[9]
Los autores de estos textos fueron predicadores célebres de su tiempo que por voluntad propia, por orden de sus superiores o como obra póstuma, dieron sus sermones a las prensas con el fin de ser de “utilidad y provecho” para el uso de otros. Así lo apunta Agustín Castejón en el prólogo de su obra: “[…] mis papeles, que despues de muchos años sale a la luz publica de la obscuridad de mi cartera […] y aora, en mi edad cana, y ultimo periodo de mi vida, me ha provocado a hacerlo la piadosa instancia de mis amigos […] mi conciencia tambien ha intervenido en esto, queriendome persuadir, que pueden ser al publico de alguno provecho, a que me inclina la constante frequencia de los auditorios, que por mas de treinta años me han seguido […]”.[10]
 
Al ser publicados podían ser adquiridos y leídos por el público en general; sin embargo, estos libros iban destinados, principalmente, a otros predicadores para que cumplieran con su ministerio. Antonio Codorniu apunta en el prólogo de su obra que el fin del predicador es “enseñar, y mover de manera a los oyentes, que el pecador se resuelva a ser justo, y el justo a perseverar en la justicia, y santidad, hasta la muerte […] Esta es la Empressa, a que nos llama la Magestad de Christo, como lo dice, y manda predicar el Apostol San Pablo.”[11] Para llevarlo a cabo, redactaban sus sermones apoyándose en las Sagradas Escrituras y con la ayuda de los Santos Padres pero con el ingenio propio del autor.
Sin embargo, para que el manuscrito llegara a las prensas podían pasar varios años y atravesar numerosas circunstancias, tal es el caso de la obra de Francisco de Lizana que fue retrasada por su ausencia de dos años y medio, así como “la detencion del Mercader de libros, que un año largo le ha retardado la prensa, por el embaraço de otras impressiones”.[12]
Los pareceres, censuras, privilegios y tasas prologaban la obra y era común dedicar numerosos elogios a ésta y al autor. Es así que los oradores sagrados reunían los sermones que a lo largo de una vida de trabajo o durante diversas festividades habían predicado. Los textos eran organizados según la materia que trataban: Cristo, la Virgen, los Santos, la Cuaresma, la Semana Santa, panegíricos, funerales, misiones, etc. Sin embargo, a pesar de que los sermones ya estuvieran escritos o el autor los “retomara” tenía que conseguir la aceptación de su obra por parte de los lectores y buscar un mecenas para darlos a la imprenta.
Los predicadores señalan que, según el tema del sermón, el carácter del mismo debía cambiar; por ejemplo, “los Funerales contienen profundos desengaños, y avisos, que mueven a componer la vida, para esperar la buena muerte. En los predicados al Rei, y a los Consejos, se hallan altas maximas de las mas christiana politica, que dirigen al acierto de las operaciones, que tocan al bien publico, y conducen al buen govierno […].”[13]
En el caso de los sermones morales, estos tenían que respirar un “ardiente zelo contra los vicios” y si se trataba de sermones dedicados a la Virgen, debían exhalar “una cordialísima devocion a Maria Santissima Señora nuestra”.[14] Para los sermones de festividades –apunta Agustín de Castejón– “la lluvia de la doctrina es mas blanda, el vuelo de la pluma mas suelto, el del discurso mas curioso, y el uso de las palabras mas compuesto”; es decir, en estos casos el predicador podía hacer uso de su creatividad literaria y libertad conceptual para construir sermones llenos de retórica barroca. Asimismo, la alabanza debía estar presente en los sermones de santos pues “quien los alaba poco, parece que no los quiere mucho” y también debían “proponer las virtudes de los Santos para la imitacion”. Para los sermones predicados en las misiones se recurrían a otros temas y lenguaje, pues el fin último de éstos era convencer a las almas para desterrar de ellas los vicios y a cambio “plantar virtudes”. Es decir, el predicador debía conocer el lugar y el público al que se dirigiría con el fin de elegir el estilo del sermón; sin embargo, los autores siempre clamaron por un “estilo claro, practico, y hacedero” para que fuera entendido por todo el auditorio. Al respecto, durante el siglo XVII dio inicio una batalla entre la predicación culta y llana; esta última buscaba “exponer, y persuadir a los Fieles las Verdades Christianas” y exhortaba a los curas y predicadores alejarse “de aquellas pomposas phrases, y esteriles flores, que mas infestan el Pulpito, que lo acreditan”.[15] Por último, el predicador debía tener “fuerza, rigor y brio para su práctica”.[16]
Una vez que el cuerpo de sermones termina se encuentran dos índices que caracterizan a los sermonarios: el “Indice de los lugares de la Sagrada Escritura” y el “Indice alfabetico de las cosas notables”. Ambos son parte medular de estas obras, ya que servían de guía al predicador para elegir los temas que incluiría en un nuevo sermón, los versículos de la Sagrada Escritura adecuados a dicho tema y comprobaría la manera en que el autor lo había desarrollado. El primer índice está dividido en Antiguo y Nuevo Testamento con el orden de los libros que se contienen (Pentateuco, Génesis, Éxodo, etc.). El segundo, es una lista de palabras en orden alfabético que hacen referencia a los temas tratados en los sermones, por ejemplo, palabras como vida, pasión, muerte, etc. Ambos señalan el número del sermón y el párrafo en el que se hace uso de la referencia con el fin de que los predicadores pudieran identificarlos rápidamente en el cuerpo de la obra.
A pesar de la gran cantidad de sermones impresos, los predicadores sabían que en la lectura de un sermón no podía disfrutarse la vivencia del acto, pues era la voz y la acción el fundamento del mismo. En la censura que fray Agustín Sánchez hace a la obra del jesuita Agustín de Castejón ratifica este hecho: “Una cosa falta en esta grande obra, que echarán de menos con especialidad, los que muchas veces oyeron predicar al Padre Castejón, y es la alma, que daba a las palabras, quando las decía, y la viveza, y energía de la acción, con que las significaba; siendo en esto tan singular, que era voz comun, que el Padre Castejón, tanto como con las palabras, predicaba con las señas, con las acciones, con los movimientos, variandolos segun lo pedia la ocacion […]./ Esto, en que fué tan singular el Rmo. P. Castejón, no puede trasladarse, ni estamparse en el papel […].[17]
 
 
[1] Profesora-investigadora en el Museo Nacional del Virreinato, INAH. Asesora académica de la Biblioteca Eusebio F. Kino
[2] Jorge Garibay Álvarez, “Introducción a la temática de los fondos conventuales”, en Fondos Bibliográficos Conventuales del INAH, disco compacto.
[3] Félix Herrero Salgado, La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1996, p. 359.
[4] Ibid., p. 188.
[5] Ibid., p. 178.
[6] El prontuario es un “Manual, compendio de las reglas de una ciencia o arte”. Ibid., p. 286.
[7] Lugares comunes son “índices […] que en cada una de sus entradas o temas acumula los lugares de la Escritura y autoridades que aclara con los comentarios pertinentes”. Ibid., p. 287.
[8] Ibid., p. 288.
[9] José del Rey Fajardo, Las bibliotecas jesuíticas en la Venezuela colonial, tomo I, Caracas, Academia Nacional de la Historia, Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, 1999, (Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 247), pp. 227-228.
[10] Agustín de Castejón, Sermones varios, t. I, Madrid, Juan de Zuñiga, 1738.
[11] Antonio Codorniu, Práctica de la palabra de Dios en una cuaresma entera, t. I, Gerona, Antonio Oliva, 1753.
[12] Francisco de Lizana, Doctrinas evangelicas para los cuatro domingos de adviento y otras festividades, Madrid, Juan de San Vicente, Andrés García de la Iglesia, 1661.
[13] Castejón, op. cit. Las cursivas son mías.
[14] Nicolás de Segura, Sermones panegyricos en culto de la Virgen Maria, t. I, Madrid, Domingo Fernandez de Arrojo, 1729.
[15] Codorniu, op. cit.
[16] Idem.
[17] Castejón, A., op. cit.

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